EL GUARDIÁN DE LOS ROLLOS
La
quietud y el silencio eran cabales. Una palabra, como la
fulguración del rayo animó la escena. Fue cuando se mencionó a
Séneca.
Me
dio esa sensación de referirse a mi padre. Corrí hacia la galería
de los bustos y comparecí junto a él. Luego revisé mi memoria.
Humm! Agripina tenía devoción por Séneca. Lo nombraba muchas
veces a lo largo del día y se lamentaba de la fatiga que dominaba
a Séneca durante buena parte del tiempo y era ese su dínamo:
pensaba. Pensaba para cerciorarse de su existir.
Era
un hombre prudente que veía en la Naturaleza lo mismo que yo
veía. Que las flores, que los tallos se comunicaban entre si en un
armonioso lenguaje. Séneca pasaba las yemas de los dedos sutilmente
por el envés de las corolas y luego se estremecía al punto que
sus ojos se resignaban a ese goteo que las damas llaman lágrimas.
Tengo
el don. El raro don de viajar por el tiempo sin que nadie pueda
hacer algo para impedirlo.
Séneca
tenía de tanto en tanto ciertos arrebatos: acudía a una fuente
y se medía el largo de sus cabellos. O mas bien grababa en su
mente el largo de los mechones y luego, retrayéndose, tomaba
cuchilla y pedernal, los obligaba a encenderse y procedía a
cortar la mata de pelo que coronaba su cabeza.
Terminado
lo cual hacía lo mismo con mi cabellera. Y al finalizar me
llenaba los brazos de rollos escritos con la la expresa orden de
darles meditada lectura.
La
verdadera historia comienza con la muerte de Agripina. Ni siquiera
Séneca con la brillantez de sus palabras era capaz de aureolar a
Nerón, es decir infligirle una suerte de sueño hipnótico
mediante el cual rendirlo a la Bondad Suprema. Nerón iba de
exaltación en exaltación a causa de las mezclas de vinos y brebajes ilusorios que una esclava egipcia le proporcionaba. Eso se
conocía en el Senado porque era la causa que motivaba las
continuas risas de Nerón. Acaso llegaba un mensajero con la
noticia que en tal lugar las legiones del Imperio habían sido
derrotadas y Nerón no podía dejar de lanzar carcajadas hasta
caer sobre cualquier losa. Era en esos momentos que adoptaba poses
casi angelicales colocándose tiaras florales que portaban un par de
esclavos que le seguían como su misma sombra.
Agripina
no murió bien. Murió arrojando sus propias vísceras por las
letrinas del Palacio. Y con su muerte Séneca adquirió la
frialdad del mármol. El mismo se definía como un prisma de hielo.
Hallé
refugio junto a Miguel de Eyquem. Vivía como siempre vivió:
hombre libre de pensamiento, espíritu y humanidad. Nunca necesitó
doblar sus rodillas ante rey alguno, ni posaba sus brillantes botas
en palacios reales porque la profusión de cortinados impedía el
paso de la luz. Lo cual le ofendía y trastornaba.
Podría
aquí mismo narrarle los días y las noches del señor de
Eyquem, entregado a escribir folio tras folio sus memorias.
De
tanto en tanto Séneca le visitaba en los largos inviernos y se
referían detalles oscuros de hombres ilustres. Una vez que me
descubrió ordenando unos papeles, pasó su mano derecha sobre mis
cabellos. Estoy seguro que seguía reconociendo el corte al que
los había sometido hacía tan solo 15 siglos.
Muchas
veces narraron el incendio de Roma , tanto que llegué a
memorizar las enfurecidas llamaradas que amenazaban con tragarse
los mismos vientos y consumirlos. A pesar de las vívidas
narraciones, el mismo Séneca no estaba entonces en Roma, sino
intentando llegar a su Córduba natal donde se habían quedado las
particulares brisas de su infancia.
Séneca
abjuraba de sus años dedicados a sostener las gobernanzas de
Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Por ese motivo el señor de
Montaigne le señalaba: “A excepción de Nerón, todos murieron
antes que tu” y a continuación sobrevenían las discusiones.
“Que
no has sido un fiel estoico, desdichado Séneca!”
-De
no haber sido por mi estoicismo, no hubiese podido tolerar a esos
tiranos.
“Recuerda
que tu mismo les llegaste a dedicar múltiples alabanzas en tus
discursos!”
-Eran
solo compromisos propios de mi rango. Cualquiera en mi lugar hubiera
hecho lo mismo – se quejaba Séneca - No he sido más que un
soldado del Imperio.
Aquel
atardecer, que sería el último de mi estancia en casa del señor
de Montaigne, uno de ellos dijo : - Es que no somos mas que unos
hombres enfermos que pensamos.
Giré
sin prisa tras guardar el último de los libros en su anaquel y
controlar los rollos. Por alguna causa un viejo almanaque me atrapó
la mirada. Era 13 de Septiembre del año 1592 .El turno señalado
para el señor de Montaigne. -
Beatriz Basenji.
Comentarios
Que sais-je? enarbolaba Miguel de Eyquem (como le llamas, Beatriz, al fundador del "ensayo" moderno). Y lo hacía -enarbolarlo- tras escribir y escribir sin parar folios y más folios con sus pensamientos. Fue un hombre coherente, un hombre moderno que hizo de la duda su fulcro para intentar ordenar el inasible don de pensar.
Tuvo, el señor de Montaigne, a Séneca como maestro, en quien se miraba para escribir sus Ensayos. Pero él, el nuevo Séneca, aprendiendo en piel ajena (la de su maestro) desdeñó los cargos y honores de los poderosos. Como tu muy bien subrayas, Beatriz, con ello preservaba enteramente su libertad (de opinión y expresión, de movimientos) y su salud.
Quien, moralista, no tiene certezas acerca de una moral "verdadera", hará bien en no erigirse tutor, ni mentor, ni consejero. Pienso, nada más pienso, diría Montaigne, y bastante tengo con intenta atrapar al vuelo las moscas que son mis pensamientos, no me pidáis, además, que las coleccione y catalogue según criterios determinados (que serán siempre interesados): yo atrapo las moscas para observarlas y estudiarlas, después, sin necesidad de soltarlas, ellas mismas se van al limbo de donde surgieron.
Más claroscuros hay en la vida de Séneca, no así en su obra. Claro-oscuros que nunca llegaremos a elucidar completamente. Si acumuló una gran fortuna siento tutor de Nerón, eso casa mal con su estoicismo; aunque él, una y otra vez, se mostrara ajeno al apego de sus riquezas. El hecho de gobernar el imperio junto a Burro, durante la juventud del emperador (Nerón), por muy eficiente que fuese ese gobierno, tampoco casa muy bien con un ser imbuido de la naturaleza y la vida contemplativa. Y es que se han acuñado muchos estereotipos acerca de este insigne filósofo y senador romano.
Con esto no trato de poner en cuestión la figura del cordobés, antes al contrario, deseo colocarla donde corresponde y merece: la de un político-filósofo, "a la romana" (como, de igual manera, fuera Marco Aurelio un guerrero-filósofo).
La vida en aquella Roma, en los ámbitos palatinos, era bastante azarosa, y valía lo que valía la precaución o prevención de su portador. Las gracias y desgracias de las clases dominantes, los patricios de sangre imperial, o los postulantes a serlo, disponían de tal forma de la vida ajena, que disfrutar la propia más dependía de lo invisible que uno se mostrase. Séneca disfrutó toda su vida ( ya lo largo de la de cuatro emperadores) de una visibilidad de escaparate, el que viviera durante tanto tiempo para contarlo, dice mucho de su sagacidad para decir o sostener una cosa y la contraria, si así se terciaba.
Es por eso que Séneca es, ante todo, sabío en el sentido más existencialista de la palabra: supo mantener su existencia a salvo hasta una edad avanzada.
Sí, primero cuando Burro, su aliado en la política, murió, y, sobre todo, cuando el bestia de Neron se cargó a su madre, Agripina, gan valedora del filósofo, quedó éste inerme, su sabiduría ya gastada, agotado el crédito de su influencia, antes los emergentes, como Petronio.
Montaigne, no menos sagaz que su maestro, Séneca, aprendió de todo ello, y no quiso saber nada del poder. Y, desde este punto de vista, enmendó al modelo. No medró en política, se dedicó a intentar cazar sus pensamientos con la red de su "que sais-je", y vivió bastante más tranquilo que aquel, su arcano predecesor literario.
Preciosa exposición narrativa la tuya, Beatriz; como siempre llena del mágico misterio de las elipsis, los trampantojos y las analogías transversales.
Gracias, por la interesante propuesta.
Un abrazo a todos.
Un saludo.