LA VOLUNTARIA




Contaba el Abuelo – que siendo ya jubilado, y dándose a viajar,tuvo oportunidad de alojarse en una antigua casa rural cuya anfitriona, era muy conocida y respetada por todos sus vecinos. Charla vá, charla viene, la misma Doña Edwige le narró su propia historia.

Le disgustaba mencionar que ella junto a decenas de austríacos habían cruzado las fronteras y se habían refugiado en Italia,cerca de Rímini. Siempre convencidos que iban a retornar a su país muy pronto. Mas, el “pronto” nunca pasó por aquellos pueblos de la provincia de Pésaro y Edwige y su familia se quedaron unas veces por Santángelo in Vado, otras por Sassocorvaro.

Edwige bien hubiera podido ser una Miss Italia, una Miss Austria de estos tiempos. Era singularmente bella. Terminada la guerra del 14 el hambre reinaba por doquier. El final de la contienda trajo a los sobrevivientes de los campos de batalla, y eran enviados para su recuperación a diversas zonas.

Fue por entonces que una paisana de la Austria Imperial les visitó, dejando entrever que estaba buscando voluntarias. La madre de la hermosa Edwige sabía que se llamaba “voluntarias” a las personas que se ofrecían para atender a los soldados heridos, a las que enseñaban a curar heridas, cambiar vendajes y asistir a los pocos médicos que remendaban a los mutilados de entonces.De modo que alentó a sus tres hijas a formar parte del grupo de las voluntarias, dado que todos debían esforzarse en atender aquellos hombres malheridos que habían arriesgado sus vidas para salvar a la patria.

Así fue como Edwige se despidió de la familia y fue a cumplir con su deber de voluntaria.

Lo que más asombro le causaría era la hermosa residencia, a los pies de una suave pendiente, digna de cualquier conde o barón de la mejor aristocracia. Allí no solo no encontró las clásicas camas de hierro de los hospitales,ni olores a desinfectantes, sino unas alcobas con fina tapicería y alfombras guarneciendo las mismas paredes con paisajes de ensueño y unos aromas salidos de la multitud de rosas que adornaban el lugar. En el gran salón de la residencia estaba el piano, en el cual a casi todas las horas alguien le arrancaba valses y más valses.

Como decía Doña Edwige :ya somos todos adultos y no vamos a perder el tiempo con los detalles. Despertó una mañana, con atroces dolores y en medio de la buena voluntad de la dueña de la mansión, y de un médico que siempre acudía a visitar la casa, Edwige parió un robusto bebé, de esos tan llorones que te rompen los tímpanos.

Nadie intentó que se convirtiera en madre y lo cierto que nunca lo sintió de ese modo.Para ella se trató de un accidente. Al momento que alguien decidió llevarse al bebé, abandonó para siempre su puesto de “voluntaria” y regresó a la casa familiar.

Muchos años después, cuando ella estaba casada con el Augusto y tenían su propia prole, apareció un niño acompañado de una monja de las del otro pueblo y le hicieron saber que ese niño era hijo suyo.
Cómo se atreve a decir que es hijo mío?” ,le gritó con todo su orgullo herido a la monja. Y acto seguido se puso a reír. “Hijo mío y de cuántos padres?” -Llevese a este niño de aquí. Yo no lo conozco.

Volvió ya muchachito, a punto de dejar de ser lampiño, a rogarle que le reconociera como hijo. Contó a toda la familia de cómo lo habían criado las monjas y cómo le habían impuesto el nombre de Giovanni Battista di Sassocor, porque en el intento de ponerle por apellido el nombre del pueblo – Sassocorvaro - el furriel a cargo del registro ,que tenía una letra tan grande como las uñas de sus dedos, no hizo lugar a “Sassocorvaro” y tan solo llegó a escribir “Sassocor”.

La familia al completo estalló en carcajadas. Pobre crío ! No ser reconocido ni por la mujer que lo parió y encima, tener que portar de por vida la mitad del pueblo en que nació, porque la otra mitad no cabía en el libro oficial del Registro de Nacimientos.

Doña Edwige se encogió de hombros.

-¿Qué le parece? Salir de mi casa como señorita de buena familia para hacer de Voluntaria cuidando la convalescencia de medio centenar de soldados heridos de guerra, y encontrarme besada, abrazada, desvestida por tantos y tantos coroneles, edecanes, capitanes de navío, que si bien me dejaban buenas propinas, entre tanto abrazo y ardientes besos, me dejaron una semilla de las que nacen a los nueve meses !!No es justo. Soy una señora.Una mujer digna de sus antepasados. ¿Por qué debo reconocer una fatalidad que debí traer a este mundo sin mi consentimiento?

Me vino a entrevistar Doménico Bartolomei, el cura de Sassocorvaro. Me dió a entender su catecismo. Lo escuché porque soy una mujer educada.Cuando terminó su discurso le dije:

-No se hubiera tomado la molestia, señor cura. Es cierto que he parido justo en medio del Ferragosto al pequeño Giovanni Battista di Sassocor, por una inexplicable distracción de su Jefe de Ud. Discuta lo que quiera con EL , conmigo nó, porque yo joven mujer me limité a parir un bebé por caso extremo de la Vida. Lo justo hubiera sido que lo parieran los señores coroneles, edecanes, capitanes de navío a los que hice el favor.Yo, señor cura, fui a esa casa creyendo que iba a ser una Voluntaria, una aprendiz de enfermera, y con gusto le hubiera limpiado a los pobres soldados hasta sus culos. En cambio hube de prostituírme. Si estaríamos sobre una nave de ultramar, ahora mismo le pediría que se fuera al carajo a tomar buenos vientos. ¿Capito?

Entrecerró los ojos, antes de concluir: El cura, en un último esfuerzo por torcer mi voluntad, se ofreció a dar su propio apellido al joven Giovanni Battista y si era necesario renunciaría a su vocación sacerdotal. “¿Qué debo pensar? Con tantos debí acostarme, que también su persona estuvo en la lista? Emprenda su marcha, señor cura,y siga vendiendo sus catecismos.Yo soy la digna madre de mis dignos hijos, habidos con el Augusto. Vaya a buscar a los que pecaron conmigo y pídales a ellos- los señores héroes salvadores de la Patria - lo que me está pidiendo a mí. Seguro que para la tal misión no se va a gastar la suela de sus zapatos!”

Ilustración:VESTUARIO ESCÉNICO.wordpress.com










Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola, Beatriz: ¡Feliz Año a ti y a todos!
Deliciosa historia ésta para acabar (en buena hora) un 2016 —¡malhaya el muy bisiesto!— que ya dio de sí todo lo malo que le cabía (entreverado avaramente, cual magro jamón de montanera, de poco bueno). Al menos la guinda del pastel fue dulce.

Deliciosa por lo que tiene de bien contada y la enjundia que rezuma (cual sabrosa grasa del ante dicho jamón, cuando la montanera ha sido pródiga en bellotas). Una de esas historias tan caras a ti, amiga, con aroma a Fellini y Visconti, de mujeres recias y bellas como "Lorens" (Sofía), generosas de senos y cosenos, adictas a lúbricas secantes y cariñosas tangentes. Tan suyas, tan ellas.

Edwige (no importa que su sangre sea austríaca y no itálica), italiana de adopción, es una mujer de las que mira recto, de las que no se deja amedrentar por miradas sesgadas. Capaz de cantarle las cuarenta a las fuerzas vivas del lugar sean alcaide, cura, carabinieri o matasanos. De ideas tan claras, que parecen clarividentes: tanto como un mandamiento divino. Sabe dirimir dónde se hallan los verdaderos culpables, sin dejarse amedrentar por las galas ni los galones.

Mujeres así son las que se necesitan en estos momentos de tanta tibieza, tanta confusión y perplejidad, tanto eufemismo y tanta condescendencia con los poderes fácticos. A cada cosa por su nombre, y Edwige no ejerció de meretriz, sino de consoladora en tiempos de postguerra, y, además, engañada. ¿Qué se le ha de pedir por añadidura? ¿Que pague la cama en la que tantos se consolaron?

Perfecta respuesta de Edwige. Mujer admirable. Me recuerda (de lejos) a la espléndida y exuberante Claudia Cardinale de "Hasta que llegó su hora" (1968) de Leone.
La mujer, mujer.

Gracias, Beatriz, por esta verdadera delicia.
Un abrazo a todos, deseando un Próspero 2017.

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