EL PORTUGUÉS


 

Era  un  hombre  raro.  Muy  joven se  había  tenido  que hacer  cargo  de  sus  hermanos  , tras  fallecer  en un  accidente  sus  padres.  Trabajaba  en  uno  de  esos  restaurantes  de  la  más  lucida  sobriedad,  con  sus  sillas  de  roble de  algún siglo  pasado  y  las  mesitas  ídem,  pero  nadie  las  admiraba a  causa de  los  níveos  manteles  que las cubrían.

El  cocinero   siempre le guardaba  aquello que  los  clientes  no  habían  consumido. De  modo que  su  sueldo  lo empleaba  en  vestir y  calzar a  sus  hermanos  y  dejarle a  las  monjas del  Colegio  donde  los  niños estudiaban , un  sobre  con  algún  dinero  todos los  meses. 

Con  los años  fue  aprendiendo  los  procedimientos  culinarios,  y  para  cuando  ya  los  niños de la  familia  crecieron, se  largó a  alquilar  una  fonda en  un  barrio  populoso  de  la  gran  urbe.

Ahí  sopesó su  soledad.  Aquella  saudade  de  su  propia  niñez,  cuando   leía a   Pessoa.

“Lo que sueño y lo que me pasa,

lo que me falta o finaliza

es como una terraza

que da a otra cosa todavía.”

Le  faltaba  el  Amor  que  inspira, enloquece  o  traspasa  las edades,  cual  una  carrera  entre  espejos  de  colores  diversos. Eso  mismo.  Como  aquella  señorita  de su  aldea  que  a  cualquier  hora  tocaba  algún  fragmento de  “Las   Cuatro  Estaciones”  de  Vivaldi, y  era  capaz  de  subirse  al  roble  familiar,  a  media  noche,  con su  violín  cargado en  la  espalda,   y al que  luego  con  el  mayor  de  los  cuidados  -tras  sentarse  en  su  rama  favorita -  afinaba.

Pocas  veces la  vio.  Tenía  su  cabeza  adornada  por  bucles  dorados, que se  estremecían  con  las  notas de  Vivaldi.

Aquellos  rizos  fueron  los que le  hicieron  enamorar  a  Isolda,  una  paisana  que  los  domingos  iba  a bailar al  Club  Portugués, y  algunas  veces  hasta  se  atrevía  con  un  fado.

El era  hombre de  pocas  palabras y  cuando  le  declaró su  amor,  también le  propuso  casamiento. Y  la  joven  lo  aceptó.

Fijaron  una  fecha y  para  la  ceremonia  ambos  alquilaron  trajes  nupciales,  porque, aunque  fue  un  sábado,  ambos  trabajaban  y  tan  solo  les  concedieron   un  franco de  medio día.

Isolda era  alegre. Cuando  se  incorporó a la  fonda, comenzaron a  llover  los  clientes. 

El  portugués  no  cabía en sí  mismo  de  dicha.  Y  se  fue atreviendo a  comer  de sus  propios  platos y   despacharlos  con buenos  vinos.

 Otra  vez le  fue  acorralando la  saudade. Convenció a  Isolda  de  vender todo  y  regresar a su  amado  Portugal.

Entonces  Isolda, que  era  transparente  como  los  cristales  le dijo:

“Vete tú, hombre,  que  a    se me ha  pasado el tiempo  de  comer  todos  los  días  potaje de  lentejas , caldo   de  cebollines  y  patatas  y llevar a  pacer   la  vaca ¡”

Foto: Mundo  Deportivo.

 

Comentarios

Ángel ha dicho que…
Un cuento como la vida misma, la tierra tira mucho pero no a todos por igual.
Un beso.
Albada Dos ha dicho que…
Una historia muy chula, de superación el principio y de sinceridad por Isolda después.

Muy chulo. Un abrazo

Entradas populares

Vistas de página en total