EL LEGADO
A los rojos árboles
del atardecer el
viento los había transformado
en locas calesitas. Pensó que de
un momento a otro
los vería salir
volando.
Desde el ventanal,
el hombre retó a
los vientos y cosa
rara: el huracán
se detuvo.
A cuántos
huracanes había retado en
sus años mozos, cuando
con solo mirar
a una muchacha
ella sonreía.
Ahora apoyado en el
bastón era un
viejo más. Cuidaba los detalles.
La chalina, la boina. Los
guantes. El libro que apretaba
junto a su tórax, que era
en realidad una
radio portátil.
Además de grabador. Allí guardaba
unos poemas que había
escrito en otro
siglo, cuando los domingos se iba
a los
bosques a dar
discursos que ningún
humano oía. Ahí se transformaba
en brillante orador.
En líder de
multitudes. Quería ser un
Buda. Alguien que sonreía
a perpetuidad.
Cuando regresaba
a la
civilización era un
hombre nuevo. Capaz de abrazarse
con cuanto ser
pasara a su
lado. Mas lo cierto
es que se sabía incapaz
de abrazar a nadie. Tenía
terror a dar
la mano. No
por el otro, la
otra. Sino por
él mismo, para
que no descubrieran
su mano gélida. Ese
témpano de hielo que
era. Definitivamente.
Esa incapacidad de
aceptar que alguien lo
tuviera por amigo. No. Eso
nunca. Porque solo había
tenido un amigo en la
infancia que tenía
una rara enfermedad: la
diabetes. Y cada mañana
su padre lo
despertaba para aplicarle la
insulina. Su amigo era
brillante. Quería en
aquellos años construir
edificios que pudieran
girar sobre hermosas
plataformas desde el amanecer
hasta la caída del
Sol. Eso sí: con paredes
transparentes y sólidas.
Tanto creía en los proyectos de su amigo que él se instaló en las torres translúcidas. Giró siguiendo al Sol o la corte de nubes cada día. Y se negó a aceptar que su amigo, ya ciego, le había legado sus sueños para siempre.
Foto:Wallpaper Flare.
Comentarios
Un abrazo
Un abrazo
Un abrazo.
Gracias !! Beatriz.