LA JOYA

Justino lo conocía bien.
Bajo su apariencia imperturbable, Mr. Eppon estaba entrecruzando sus colmillos de bull-dog.
La clienta habia visto al detalle cuanto había que ver.
Con lupa. Sin lupa. Varias veces había machacado su desconfianza. "Seguro que el engarce es platino puro? Mire que yo sé cómo se puede trucar el platino... "
Mr. Eppon ni siquiera pestañeaba. Sin embargo, la mujer lo sorprendió al preguntarle:
-Dígame, el precio que Ud. me dio incluye al estuche, ¿ verdad?
Mr. Eppon se alargó detrás del mostrador hasta semejar una isoca diluviana. Luego comprimió los pliegues de su frente contra el alto cráneo al punto que Justino temió que al hombre se le resbalara la piel y quedase la calavera expuesta, pero enseguida recompuso el rostro y con su mejor castellano expresó:
-Estuches, verdaderos estuches, auténticos estuches, no hay. No tenemos. Este que le hemos mostrado aquí forma parte de nuestra tradición familiar. Habrá oído Ud. hablar de la tradición? Bueno. Efectivamente. Es así. Cada objeto tiene un envase. Los estuches encerraban joyas, las joyas quedaron y los estuches se han esfumado. Estos que Ud. ve por aquí son simples Ilusiones, y las Ilusiones, señora, no están en venta.
La mujer puso la cara en Imperativo. Afiló la nariz. Alargó cejas y pestañas. Comprimió los labios y las orejas le crecieron puntiagudas hacia arriba. Recién entonces manifestó su demanda:
-Quiero la joya con su estuche original. Eso quiero.
Y les lanzó una mirada hipnótica.
Acto seguido, abrió la cartera con tal elegancia, que hasta Justino estuvo seguro de ver extraer una cigarrera de plata y Mr. Eppon, no obstante su controlada respiración de bull-dog, hizo aparecer el encendedor de bolslllo,
Pero lo qué la mujer sacó de su cartera fue un burdo frasco de sardinas en escabeche.
El hombre que ejercía la custodia del local, en la trastienda, se alteró. Su frente se fue abrillantando mientras el monitor del circuito cerrado de televisión le traía detalles de la escena. A sí vio cómo la mujer desplegaba, un minúsculo mantelito bordado y sobre él aparecía un panecillo que luego se vio, estaba cortado al medio y salpicado de laminitas de ajo. Metió los enguantados dedos en el interior del bolsillo superior de su chaqueta y como por arte de magia aparecieron un tenedor y un cuchillito como de juguete. Con destreza abrió el frasco y levantó a toda velocidad un par de sardinas.
Justino, el custodio y Eppon estaban soldados al piso de la joyería.
Acero puro. Ninguna idea. Ningún pensamiento los enfilaba.
La mujer abrió la boca y de una certera dentellada hizo desaparecer la mitad del panecillo.
Justino comía con los ojos las colas de las sardinas colgando del extremo no consumido del sándwich.
La mujer masticaba. Se detenía algunos segundos para permitir el descanso del maxilar y seguir arremetiendo contra el mismo único bocado. Las sardinas, los ajos y el pan pasaban del paladar a la lengua y otra vez al muro de los molares mezclándose infinitamente con las abundantes secreciones de saliva.
Los carillones de los relojes vanamente marcaron la armonía imperfecta. Nadie los oyó.
El frenesí de la masticación lo devoraba todo. Entonces sucedió lo inesperado.
Mr. Eppon potenciado por su bull-dog íntimo se abalanzó sobre el cuello de la mujer, ya presionando en una maniobra de estrangulamiento. Forzada por esa impetuosidad del perro, abrió la boca y toda la lengua dejó caer por las solapas del traje los brillantes frutos de su ingesta y simultáneamente algo pequeño y duro chocó contra el suelo.
Sin vacilar, Mr. Eppon y la mujer se lanzaron en pos del objeto caido. Justino y el custodio los vieron a cuatro patas disputarse la joya.

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